miércoles, 18 de abril de 2012

El buen comienzo del sábado se arruinó cuando volviendo del telo después del reencuentro con Germán recibo un mensaje de texto de Camila que decía que el partido no se suspendía. El buen humor post sexo desapareció al segundo. Maldije mi procedencia genética en dos idiomas.
 Mi hermana además de repartir su teléfono y andar teniendo citas –cuando no sexo- con cuanto hombre se le cruza por delante, es jugadora casi profesional y federada de hockey. Como esto siempre fue muy importante y un aditamento casi exclusivo de su narcisismo mi madre siempre insistió en acompañarla y motivarla. Supongo que tendrá que ver con alguna cuestión relacionada a acompañar a la pobre pendeja que creció sin un padre, por lo que a falta de símbolo fálico en mi casa apareció el palo de hockey de Camila, no desapareció más y hubo que acompañarla a cuanto torneo en el cuerno del diablo había dando vuelta. Veintiún años después seguimos igual. Yo yendo a las puteadas, ocultando la cara de ojete detrás de lentes de sol y tratando de leer un rato de contrabando la novela de turno que este leyendo. Cada tanto tiro un “daleeee Meme” y quedo bien con mi vieja.
Así que en cuanto ponía un pie afuera de la camioneta del aparato de mi amante ya estaba puteando para mis adentros y enfilando para casa en busca de una ducha que me borre las huellas del pecado y me arranque el perfume del desinfectante bien típico de telo barato.
El reencuentro con Germán fue como siempre, como si no nos hubiéramos peleado nunca. No sé si me extrañó tanto que prefirió no seguir perdiendo el tiempo con la discusión o simplemente ni le interesaba ponerse de acuerdo y fue directo al eje de lo que lo une a mí: Nuestra relación física. Sé que a veces escupo para arriba, que para ser solo amantes hace demasiado y se preocupa por mí lo suficiente. Nosotros no garchamos solamente, tomamos la merienda y desayunamos. Alguna vez hemos comido una pizza en algún barzucho de barrios aledaños. Tenemos una relación rara aunque monótona. Nos vemos los mismos días de la semana a la misma hora, comemos los vigilantes de la misma panadería todos los jueves y compartimos la porción de tostadas en la misma confitería  de siempre todos los martes, atrás de un cartel viejo de Roxette, aunque por lo menos no al lado del baño. Los jueves viene a las ocho y cuarto, que son los días que entro a trabajar más tarde. Viene a casa desayunamos y estamos juntos, o en orden inverso, depende de las necesidades o como venga la semana. Después nos vamos juntos, el me deja a dos cuadras de la oficina y él se va al negocio, las gracias de andar de trampa con alguien cerca del laburo… los martes en cambio en general vamos a un telo y después merendamos en el bar de la vuelta. A los cuarenta y cinco minutos de llegadas las tostadas Germán sale a las chapas corriendo a cumplir con sus actividades parentales y maritales.
 A veces me pregunto qué es lo que lo lleva a tener esta especie de doble vida. Por momentos logro entenderlo y pienso que está demasiado atado para tomar una decisión y por otros creo que está demasiado liberado para sostener una estructura familiar que parece que lo único que es es eso, una estructura sin relleno.
La tarde pasó lenta. Encima la novela que alcancé a agarrar antes de salir a las corridas no está para nada buena.
Ochenta mil horas y cuarenta mil flashes post-garche salvaje después de perderme en mi propio mundo y tratando de olvidar dónde estoy, tengo la aparición de Camila saltando como una desequilibrada, con una pollerita, la remera anudada y la enormidad de sus tetas bamboleando que parecían dos melones en un terremoto,  al grito de “¡ganamos, ganamos! ¡Pasamos a la final!
"¡Felicitaciones Meme! ¡Qué bueno!" Dijimos al unísono con mi madre.
Genial, ahora vamos a tener que venir a la final seguramente disfrazadas de porristas yanquis. Cada partido ganado es otro partido más prometido.  El día parece enfilar en forma diametralmente opuesta a cómo empezó.

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